sabato 30 novembre 2013
venerdì 29 novembre 2013
giovedì 28 novembre 2013
NIDO DE AVISPAS "Agatha Christie"
NIDO DE AVISPAS
Agatha Christie
Harrison amaba su jardín, cuya
visión era inmejorable en aquel atardecer de agosto, soleado y lánguido. Las
rosas lucían toda su belleza y los guisantes dulces perfumaban el aire.
Un familiar chirrido hizo que
Harrison volviese la cabeza a un lado. El asombro se reflejó en su semblante,
pues la pulcra figura que avanzaba por el sendero era la que menos esperaba.
-¡Qué alegría! -exclamó
Harrison-. ¡Si es monsieur Poirot!
En efecto, allí estaba Hécules
Poirot, el sagaz detective.
-Yo en persona. En cierta
ocasión me dijo: "Si alguna vez se pierde en aquella parte del mundo,
venga a verme." Acepté su invitación, ¿lo recuerda?
-Me siento encantado -aseguró
Harrison sinceramente-. Siéntese y beba algo.
Su mano hospitalaria le señaló
una mesa en el pórtico, donde había diversas botellas.
-Gracias -repuso Poirot
dejándose caer en un sillón de mimbre -.¿Por casualidad no tiene jarabe? No, ya
veo que no. Bien, sirvame un poco de soda, por favor whisky no -su voz se hizo
plañidera mientras le servían -. ¡Cáspita, mis bigotes están lacios! Debe de
ser el calor.
-¿Qué le trae a este tranquilo
lugar? -preguntó Harrison mientras se acomodaba en otro sillón -. ¿Es un viaje
de placer?
-No, mon ami; negocios.
-¿Negocios? ¿En este apartado
rincón?
Poirot asintió gravemente.
-Si, amigo mío; no todos los
delitos tienen por marco las grandes aglomeraciones urbanas.
Harrison se rió.
-Imagino que fui algo simple.
¿Qué clase de delito investiga usted por aquí? Bueno, si puedo preguntar.
-Claro que si. No solo me
gusta, sino que también le agradezco sus preguntas.
Los ojos de Harrison
reflejaban curiosidad. La actitud de su visitante denotaba que le traía alli un
asunto de importancia.
-¿Dice que se trata de un
delito? ¿Un delito grave?
-Uno de los más graves
delitos.
-¿Acaso un ...?
-Asesinato -completó Poirot.
Tanto énfasis puso en la
palabra que Harrison se sintió sobrecogido. Y por si esto fuera poco las
pupilas del detective permanecían tan fijamente clavadas en él, que el aturdimiento
le invadió. Al fin pudo articular:
-No sé que haya ocurrido
ningún asesinato aquí.
-No -dijo Poirot-. No es
posible que lo sepa.
-¿Quién es?
-De momento, nadie.
-¿Qué?
-Ya le he dicho que no es
posible que lo sepa. Investigo un crimen aún no ejecutado.
-Veamos, eso suena a tontería.
-En absoluto. Investigar un
asesinato antes de consumarse es mucho mejor que después. Incluso, con un poco
de imaginación, podría evitarse.
Harrison lo miró incrédulo.
-¿Habla usted en serio, monsieur
Poirot?
-Si, hablo en serio.
-¿Cree de verdad que va a
cometerse un crimen? ¡Eso es absurdo!
Hércules Poirot, sin hacer
caso de la observación, dijo:
-A menos que usted y yo
podamos evitarlo. Si, mon ami.
-¿Usted y yo?
-Usted y yo. Necesitaré su
cooperación.
-¿Esa es la razón de su
visita?
Los ojos de Poirot le
transmitieron inquietud.
-Vine, monsieur Harrison,
porque ... me agrada usted - y con voz más despreocupada añadió -: Veo que hay
un nido de avispas en su jardín. ¿Por qué no lo destruye?
El cambio de tema hizo que
Harrison frunciera el ceño. Siguió la mirada de Poirot y dijo:
-Pensaba hacerlo. Mejor dicho,
lo hará el joven Langton. ¿Recuerda a Claude Langton? Asistió a la cena en que
nos conocimos usted y yo. Viene esta noche expresamente a destruir el nido.
-¡Ah! -exclamó Poirot -. ¿Y
cómo piensa hacerlo?
-Con petróleo rociado con un
inyector de jardín. Traerá el suyo que es más adecuado que el mio.
-Hay otro sistema, ¿no?
-preguntó Poirot -. Por ejemplo, cianuro de potasio.
Harrison alzó la vista
sorprendido.
-¡Es peligroso! Se corre el
riesgo de su fijación en la plantas.
Poirot asintió.
-Si; es un veneno mortal
-guardó silencio un minuto y repitó -: Un veneno mortal.
-Util para desembarazarse de
la suegra, ¿verdad? -se rió Harrison. Hércules Poirot permaneció serio.
-¿Está completamente seguro,
monsieur Harrison, de que Langton destruirá el avispero con petróleo?
-Segurísimo. ¿Por qué?
-Simple curiosidad. Estuve en
la farmacia de Bachester esta tarde, y mi compra exigió que firmase en el libro
de venenos. La última venta era cianuro de potasio, adquirido por Claude
Langton.
Harrison enarcó las cejas.
-¡Qué raro! Langton se opuso
el otro día a que empleásemos esta sustancia. Según su parecer, no debería
venderse para este fin.
Poirot miró por encima de las
rosas. Su voz fue muy queda al preguntar:
-¿Le gusta Langton?
La pregunta cogió por sorpresa
a Harrison, que acusó su efecto.
-¡Qué quiere que le diga! Pues
si, me gusta ¿Por qué no ha de gustarme?
-Mera divagación -repuso
Poirot -. ¿Y usted es de su gusto?
Ante el silencio de su
anfitrión, repitió la pregunta.
-¿Puede decirme si usted es de
su gusto?
-¿Qué se propone, monsieur
Poirot? No termino de comprender su pensamiento.
-Le seré franco. Tiene usted
relaciones y piensa casarse, monsieur Harrison. Conozco a la señorita Moly
Deane. Es una joven encantadora y muy bonita. Antes estuvo prometida a Claude
Langton, a quien dejó por usted.
Harrison asintió con la
cabeza.
-Yo no pregunto cuáles fueron
las razones; quizás estén justificadas, pero ¿no le parece justificada también
cualquier duda en cuanto a que Langton haya olvidado o perdonado?
-Se equivoca monsieur Poirot.
Le aseguro que esta equivocado. Langton es un deportista y ha reaccionado como
un caballero. Ha sido sorprendentemente honrado conmigo, y, no con mucho, no ha
dejado de mostrarme aprecio.
-¿Y no le parece eso poco
normal? Utiliza usted la palabra "sorprendente" y, sin embargo, no
demuestra hallarse sorprendido.
-No le comprendo, monsieur
Poirot.
La voz del detective acusó un
nuevo matiz al responder:
-Quiero decir que un hombre
puede ocultar su odio hasta que llegue el momento adecuado.
-¿Odio? -Harrison sacudió la
cabeza y se rio.
-Los ingleses son muy
estúpidos -dijo Poirot-. Se consideran capaces de engañar a cualquiera y que
nadie es capaz de engañar a ellos. El deportista, el caballero, es un Quijote
del que nadie piensa mal. Pero, a veces, ese mismo deportista, cuyo valor le
lleva al sacrificio piensa lo mismo de sus semejantes y se equivoca.
-Me está usted advirtiendo en
contra de Claude Langton -exclamó Harrison-. Ahora comprendo esa intención suya
que me tenía intrigado.
Poirot asintió, y Harrison,
bruscamente, se puso en pie.
-¿Está usted loco, monsieur
Poirot? ¡Esto es Inglaterra! Aquí nadie reacciona así. Los pretendientes
rechazados no apuñalan por la espalda o evenenan. ¡Se equivoca en cuanto a
Langton! Ese muchacho no haría daño a una mosca.
-La vida de una mosca no es
asunto mío -repuso Poirot plácidamente-. No obstante, usted dice que monsieur
Langton no es capaz de matarlas, cuando en este momento debe prepararse para
exterminar a miles de avispas.
Harrison no replicó, y el
detective, puesto en pie a su vez colocó una mano sobre el hombro de su amigo,
y lo zarandeó como si quisiera despertarlo de un mal sueño.
-¡Espabílese, amigo,
espabílese! Mire aquel hueco en el tronco del árbol. Las avispas regresan
confiadas a su nido después de haber volado todo el día en busca de su alimento.
Dentro de una hora habrán sido destruidas, y ellas lo ignoran, porque nadie les
advierte. De hecho carecen de un Hércules Poirot. Monsieur Harrison, le repito
que vine en plan de negocios. El crimen es mi negocio, y me incumbe antes de
cometerse y después. ¿A qué hora vendrá monsieur Langton a eliminar el nido de
avispas?
-Langton jamás...
-¿A qué hora? -le atajó.
-A las nueve. Pero le repito
que está equivocado. Langton jamás...
-¡Estos ingleses! -volvió a
interrumpirle Poirot.
Recogió su sombrero y su
bastón y se encaminó al sendero, deteniéndose para decir por encima del hombro.
-No me quedo para no discutir
con usted; sólo me enfurecería. Pero entérese bien: regresaré a las nueve.
Harrison abrió la boca y
Poirot gritó antes de que dijese una sola palabra:
-Sé lo que va a decirme:
"Langton jamás...", etcétera. ¡Me aburre su "Langton
jamás"! No lo olvide, regresaré a las nueve. Estoy seguro de que me
divertirá ver cómo destruye el nido de avispas. ¡Otro de los deportes ingleses!
No esperó la reacción de
Harrison y se fue presuroso por el sendero hasta la verja. Ya en el exterior,
caminó pausadamente, y su rostro se volvió grave y preocupado. Sacó el reloj
del bolsillo y los consultó. Las manecillas marcaban las ocho y diez.
-Unos tres cuartos de hora
-murmuró-. Quizá hubiera sido mejor aguardar en la casa.
Sus pasos se hicieron más
lentos, como si una fuerza irresistible lo invitase a regresar. Era un extraño
presentimiento, que, decidido, se sacudió antes de seguir hacia el pueblo. No
obstante, la preocupación se reflejaba en su rostro y una o dos veces movió la
cabeza, signo inequívoco de la escasa satisfacción que le producía su acto.
Minutos antes de las nueve, se
encontraba de nuevo frente a la verja del jardín. Era una noche clara y la
brisa apenas movía las ramas de los árboles. La quietud imperante rezumaba un
algo siniestro, parecido a la calma que antecede a la tempestad.
Repentinamente alarmado,
Poirot apresuró el paso, como si un sexto sentido le pusiese sobre aviso. De
pronto, se abrió la puerta de la verja y Claude Langton, presuroso, salió a la
carretera. Su sobresalto fue grande al ver a Poirot.
-¡Ah...! ¡Oh...! Buenas
noches.
-Buenas noches, monsieur
Langton. ¿Ha terminado usted?
El joven lo miró inquisitivo.
-Ignoro a qué se refiere
-dijo.
-¿Ha destruido ya el nido de
avispas?
- No.
-¡Oh! -exclamó Poirot como si
sufriera un desencanto-. ¿No lo ha destruido? ¿Qué hizo usted, pues?
-He charlado con mi amigo
Harrison. Tengo prisa, monsieur Poirot. Ignoraba que vendría a este solitario
rincón del mundo.
-Me traen asuntos
profesionales.
-Hallará a Harrison en la
terraza. Lamento no detenerme.
Langton se fue y Poirot lo
siguió con la mirada. Era un joven nervioso, de labios finos y bien parecido.
-Dice que encontraré a
Harrison en la terraza -murmuró Poirot-. ¡Veamos!
Penetró en el jardín y siguió
por el sendero. Harrison se hallaba sentado en una silla junto a la mesa.
Permanecía inmóvil, y no volvió la cabeza al oír a Poirot.
-¡Ah, mon ami! -exclamó éste-.
¿Cómo se encuentra?
Después de una larga pausa,
Harrison, con voz extrañamente fría, inquirió:
-¿Qué ha dicho?
-Le he preguntado cómo se
encuentra.
-Bien. Sí; estoy bien. ¿Por
qué no?
-¿No siente ningún malestar?
Eso es bueno.
-¿Malestar? ¿Por qué?
-Por el carbonato sódico.
Harrison alzó la cabeza.
-¿Carbonato sódico? ¿Qué
significa eso?
Poirot se excusó.
-Siento mucho haber obrado sin
su consentimiento, pero me vi obligado a ponerle un poco en uno de sus
bolsillos.
-¿Que puso usted un poco en
uno de mis bolsillos? ¿Por qué diablos hizo eso?
Poirot se expresó con esa
cadencia impersonal de los conferenciantes que hablan a los niños.
-Una de las ventajas, o
desventajas del detective, radica en su conocimiento de los bajos fondos de la
sociedad. Allí se aprenden cosas muy interesantes y curiosas. Cierta vez me
interesé por un simple ratero que no había cometido el hurto que se le
imputaba, y logré demostrar su inocencia. El hombre, agradecido, me pagó
enseñándome los viejos trucos de su profesión. Eso me permite ahora hurgar en
el bolsillo de cualquiera con solo escoger el momento oportuno. Para ello basta
poner una mano sobre su hombro y simular un estado de excitación. Así logré
sacar el contenido de su bolsillo derecho y dejar a cambio un poco de carbonato
sódico. Compréndalo. Si un hombre desea poner rápidamente un veneno en su
propio vaso, sin ser visto, es natural que lo lleve en el bolsillo derecho de
la americana.
Poirot se sacó de uno de sus
bolsillos algunos cristales blancos y aterronados.
-Es muy peligroso -murmuró-
llevarlos sueltos.
Curiosamente y sin
precipitarse, extrajo de otro bolsillo un frasco de boca ancha. Deslizó en su
interior los cristales, se acercó a la mesa y vertió agua en el frasco. Una vez
tapado lo agitó hasta disolver los cristales. Harrison los miraba fascinado.
Poirot se encaminó al
avispero, destapó el frasco y roció con la solución el nido. Retrocedió un par
de pasos y se quedó allí a la expectativa. Algunas avispas se estremecieron un
poco antes de quedarse quietas. Otras treparon por el tronco del árbol hasta
caer muertas. Poirot sacudió la cabeza y regresó al pórtico.
-Una muerte muy rápida -dijo.
Harrison pareció encontrar su
voz.
-¿Qué sabe usted?
-Como le dije, vi el nombre de
Claude Langton en el registro. Pero no le conté lo que siguió inmediatamente
después. Lo encontré al salir a la calle y me explicó que habia comprado
cianuro de potasio a petición de usted para destruir el nido de avispas. Eso me
pareció algo raro, amigo mío, pues recuerdo que en aquella cena a que hice
referencia antes, usted expuso su punto de vista sobre el mayor mérito de la
gasolina para estas cosas, y denunció el empleo de cianuro como peligroso e
innecesario.
-Siga.
-Sé algo más. Vi a Claude
Langton y a Molly Deane cuando ellos se creían libres de ojos indiscretos.
Ignoro la causa de la ruptura de enamorados que llegó a separarlos, poniendo a
Molly en los brazos de usted, pero comprendí que los malos entendidos habían
acabado entre la pareja y que la señorita Deane volvía a su antiguo amor.
-Siga.
-Nada más. Salvo que me
encontraba en Harley el otro día y vi salir a usted del consultorio de cierto
doctor, amigo mío. La expresión de usted me dijo la clase de enfermedad que
padece y su gravedad. Es una expresión muy peculiar, que sólo he observado un
par de veces en mi vida, pero inconfundible. Ella refleja el conocimiento de la
propia sentencia de muerte. ¿Tengo razón o no?
-Sí. Sólo dos meses de vida.
Eso me dijo.
-Usted no me vió, amigo mío,
pues tenía otras cosas en qué pensar. Pero advertí algo más en su rostro;
advertí esa cosa que los hombres tratan de ocultar, y de la cual le hablé
antes. Odio amigo mío. No se moleste en negarlo.
-Siga -apremió Harrison.
-No hay mucho más que decir.
Por pura casualidad vi el nombre de Langton en el libro de registro de venenos.
Lo demás ya lo sabe. Usted me negó que Langton fuera a emplear el cianuro, e
incluso se mostró sorprendido de que lo hubiera adquirido. Mi visita no le fue
particularmente grata al principio, si bien muy pronto la halló conveniente y
alentó mis sospechas. Langton me dijo que vendría a las ocho y media. Usted que
a las nueve. Sin duda pensó que a esa hora me encontraría con el hecho
consumado.
-¿Por qué vino? -gritó
Harrison-. ¡Ojalá no hubiera venido!
-Se lo dije. El asesinato es
asunto de mi incumbencia.
-¿Asesinato? ¡Suicidio querrá
decir!
-No -la voz de Poirot sonó
claramente aguda-. Quiero decir asesinato. Su muerte seria rápida y fácil, pero
la que planeaba para Langton era la peor muerte que un hombre puede sufrir. El
compra el veneno, viene a verlo y los dos permanecen solos. Usted muere de
repente y se encuentra cianuro en su vaso. ¡A Claude Langton lo cuelgan! Ese
era su plan.
Harrison gimió al repetir:
-¿Por qué vino? ¡Ojalá no
hubiera venido!
-Ya se lo he dicho. No
obstante, hay otro motivo. Le aprecio monsieur Harrison. Escuche, mon ami;
usted es un moribundo y ha perdido la joven que amaba; pero no es un asesino.
Digame la verdad: ¿Se alegra o lamenta ahora de que yo viniese?
Tras una larga pausa, Harrison
se animó. Había dignidad en su rostro y la mirada del hombre que ha logrado
salvar su propia alma. Tendió la mano por encima de la mesa y dijo:
-Fue una suerte que viniera usted.
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